Cuando Frida Kahlo murió en 1954, un desconsolado Diego Rivera guardó sus pertenencias bajo llave durante quince años, y sus efectos personales permanecieron sellados, sin ser molestados ni documentados, hasta que en 2004 se abrió al mundo la pequeña habitación de la casa que su padre construyó en Coyoacán, México. Entre las muchas pertenencias reveladas en la Casa Azul se encontraban sus ropas, joyas, dibujos, cartas, documentos y más de 6.500 fotografías (entre ellas obras de Edward Weston, Tina Modotti, Man Ray y Nickolas Muray), así como el objeto más personal e irónicamente conmovedor: los corsés ortopédicos de yeso que convirtió en una extensión de sí misma. Estos duros objetos clínicos agredían su naturaleza de espíritu libre, pero siguen siendo hoy los recordatorios más palpables de que, mientras sufría un dolor insoportable -más de treinta cirugías, baterías de pruebas, radiografías, punciones lumbares, transfusiones de sangre, fisioterapia y fuertes fármacos analgésicos-, era una superviviente absoluta, no una víctima.

Fue el padre de Frida, Guillermo, quien le dio su caja de pinturas y pinceles mientras se recuperaba del accidente de autobús que le había destrozado la columna vertebral. La devastación que sufrió se muestra con un detalle insoportable en su cuadro de 1944, La columna rota. Sin embargo, el primer lienzo sobre el que pintó fue el más conveniente: el corpiño de yeso que cubría su cuerpo. Según relató, había soñado con ser médico, pero "para combatir el aburrimiento y el dolor (y) sin pensarlo mucho, empecé a pintar". Más tarde, su madre pidió a un carpintero que fabricara un caballete "si es que se puede llamar así al aparato especial que se podía fijar a mi cama porque la escayola no me permitía sentarme". (Andrea Kettenmann, Frida Kahol: 1907-1954: Dolor y pasión, Taschen, 1999, pág. 18)

En este corsé en particular, Kahlo pintó una hoz y un martillo de color rojo sangre, la configuración simbólica que representa la solidaridad proletaria -una unión entre el campesinado y la clase obrera que expresa sus simpatías políticas de toda la vida- y, debajo, un feto en desarrollo entrando quizás en su tercer trimestre, un recordatorio del insulto aún más profundo del accidente, el que añadió una capa de sufrimiento y pesar a la tragedia personal de Frida: su incapacidad para tener hijos. Los corsés de Frida se endurecieron en torno a su determinación tanto como a su cuerpo, pero también hablan de su anhelo casi insoportable. Son reflexiones sobre el poder de la creatividad para curar, así como demostraciones de la ilimitada capacidad de Frida Kahlo para enfrentarse a los propios recintos corporales que la aprisionaban, transformarlos, apropiarse de ellos tanto como pudiera y convertirlos en algo bello y expresivo.